Cocaína, ja, ja, ja
Artículos de ocasión
Es llamativo el tratamiento lúdico que se le otorga a las drogas. No hay espacio en el que no se le haga referencia siempre como un símbolo de juventud, vigor y entusiasmo. A estas alturas del cuento, ya sabemos que nada es inocente. Pero quizá debamos detenernos un segundo a dar cuenta de la anomalía. Todo el mundo conoce la directa relación que guarda la cocaína con los negocios de economía sumergida. Ahora que vivimos una apretura del ciclo de crecimiento muy notable, que ha llevado a familias enteras a descender desde la precaria clase media hasta la abierta pobreza, los negocios sucios tendrían que contar con peor prensa, pero no es así. La cocaína está tras muchos episodios de violencia doméstica, tras la pérdida de empleo de muchas personas, tras la explotación de las mujeres a través de la trata y, por supuesto, en la cúspide de las adicciones. Sin embargo, España, que es el país europeo por donde corre con más alegría esta droga, carece de un plan de lucha frontal. Supuestamente su consumo está extendido a través de todas las escalas sociales, es bastante más transversal que Podemos. Pese a su muy distinto efecto sobre las economías familiares, también salpica diversos oficios y aficiones. Incluso en la política, con su estresante campaña permanente, hace estragos tras convertirse en un aditamento imprescindible para los oportunistas de hoy.
Las drogas de apariencia recreativa cuentan con un espacio de respeto casi reverencial. Si uno mira su presencia en la ficción, encontrará que apenas se habla de sus efectos al medio plazo, sino tan solo de sus milagros inmediatos. Explotada como está la juventud para ofrecer de ella una imagen de inercia y diversión consumista, jamás veremos un retrato de las drogas que los inmovilice o anule, salvo en tediosas versiones de la redención, a ser posible con final feliz. Pues en la ficción uno abandona las drogas como se baja del autobús en la parada. Pocas veces se retrata la imposibilidad, el bloqueo, la condena permanente. Incluso en los personajes de relevancia en los que las drogas, especialmente la cocaína, han contribuido a su destrucción definitiva, la mayoría de las veces sirve para incrementar su imagen de indomables, transgresores y valientes. Ha sido verdaderamente duro atravesar muchos episodios de esta vida poniéndose en contra de la cocaína, a uno casi le caía una bronca por prudente. Pero desde muy joven acumulamos demasiada información para hacerse los tontos sobre sus efectos, sobre todo en la degradación de íntimos amigos o personas de interés a las que ves convertidas en piltrafas, si no en cadáveres.
Uno de los ídolos de mi juventud fue John Belushi. El cómico y cantante encarnaba todo aquello que más me podía gustar. Ajeno a la trascendencia, incandescente, brutal, inclasificable, absurdo. Cuando se descubrió enganchado a la droga, luchó por salir, por renovarse, pero le fue imposible. Murió de sobredosis en el famoso hotel Chateau Marmont de Los Ángeles. Hace poco vi una grabación en la que interpretaba una versión de la canción Guilty, de Randy Newman, que es una de las piezas maestras sobre la frustración humana. Fue en una de las últimas salidas al escenario de Belushi y la interpretó al piano. Era su forma de confesar que tenía miedo, que estaba en peligro, abrumado. Sin embargo, cuando entona el verso ese de «conseguí algo de whisky del barman y un poco de coca de un amigo», el público allí congregado aplaudía y chillaba de placer, con risas cómplices. No entendían que el artista expresaba exactamente lo contrario de esa alegría lúdica y molona ante el colocón. Y esa es exactamente la actitud generalizada ante las llamadas de auxilio. Taparlas por un griterío festivo, que reviste a la cocaína de un carácter euforizante. Belushi palmó, tantos han palmado, pero la algarabía sigue tapando los oídos de los que quieren escuchar algo distinto. Me siento culpable, decía la canción de Randy Newman, pero nadie entendía lo que cantaba Belushi. Somos esa grada estúpida que coreaba a la cocaína por no quedar mal delante de los demás. El rebaño, una vez más, dispuesto a caminar hacia el matadero sin hacerse la mínima pregunta inquietante. Se confirma, pues, que todo artista es un artista incomprendido.
