Mr. & Mrs. Newman
Artículos de ocasión
Esa frase que una vez pronunció Paul Newman para definir su matrimonio con Joanne Woodward, en la que afirmaba que no salía por ahí a tomarse una hamburguesa porque ya tenía en casa un buen bistec, quería significar lo contrario de lo que sugería. ¿Quién no se toma una hamburguesa de tanto en tanto? Sin embargo, la frase encarnó el ideal de matrimonio: guapos, triunfadores, leales. Lo que ignorábamos era hasta qué punto ese matrimonio había sido dificultoso y salvado por el empeño más que por la virtud. Fidelidad, ya se lo pueden imaginar, la hubo, pero de manera muy diferente a la que los pacatos imaginan. Ahora, en el canal HBO se emite un documental en seis partes dirigido por Ethan Hawke en el que, gracias a una enorme disposición por parte de la familia, se puede recomponer parte de esas dos vidas. No es mal ejemplo para tantas familias de personas relevantes que entienden que solo la beatificación es admisible. Al contrario que los latinos, los anglosajones intuyen que cuanto más difícil, tortuoso y contradictorio es el camino hacia la redención, más satisfactoria es.
Paul Newman fue un actor cuestionable durante muchos años. Sus interpretaciones eran afectadas, esclavas de la intención psicológica de una escuela más aprendida por imitación que por imantación. No así la que sería su segunda esposa. Joanne Woodward fue, desde los inicios, una fuera de serie, capaz de atemperar la tentación del exhibicionismo para ofrecer personajes indivisibles de ella misma. Como los mejores vinos, Newman fue dejando atrás esos manierismos y empezó a confiar en que no era necesario pedir perdón todo el rato por estar esculpido con primor y gozar de los ojos claros más famosos de la humanidad. Esos regalos de la naturaleza fueron, según él, una bendición y una condena. La maravillosa aportación de una controlada decrepitud lo elevó, pues no hay añadido más enriquecedor para un material noble que la huella del tiempo. En el documental, pese a la, en ocasiones, invasiva efervescencia de Ethan Hawke, a los Newman se los reconoce como la realeza de Hollywood. Algo así como un The Crown del reino de los actores. Y, gracias a las 16 películas que rodaron juntos, se puede hacer un documental en el que se los ve enamorarse, casarse, tener hijos, perder hijos, pelearse, separarse, sufrir los celos, las adicciones, los reencuentros, el alzhéimer y la muerte. Hay escenas ficticias para adornar todas aquellas realidades que les tocó vivir. Pero sobre todo hay besos.
Siempre me llamó la atención que en casi todas las películas que rodaron juntos había un momento en el que se enredaban en un beso que no era el casto ósculo matrimonial, sino la húmeda pasión de dos personas que se han deseado y disfrutado sin contenciones ni prudencias. Son de esos besos que a uno le hacen pensar en carne y placer, y quizá por aquello se le perdona la metáfora de la frase de la hamburguesa, tan poco afortunada pero eficaz para ganarse al graderío. Si ella terminó convertida en una actriz de papeles televisivos fue solo porque la suerte es bastante injusta para las mujeres que envejecen. Él, en cambio, gozó de una cierta unanimidad en sus últimos años y hasta le dieron un premio Oscar después de haberle dado un Oscar por toda la carrera, convencidos de que ya nunca lo ganaría en justa lid. Lo ganó y aún le dio tiempo a no presentarse, que es la declaración más monumental que existe de lo mucho que te importa un premio porque, si no le das gran valor, entonces vas, lo recoges y punto. Lo mejor del documental no es que los ensalce como la última pareja de estrellas del celuloide, sino que se los retrata en la penosa contradicción de intentar ser soberbios profesionales y perfectos seres humanos. Esa maldita imposibilidad fue resuelta por ellos con paciencia y, seguramente, con aceptación. Fueron todo menos perfectos, y quizá por eso tiene más mérito su peripecia vital. Ella aún vive, en ese estado de epílogo ingrávido de la demencia; él se quiso dedicar a las carreras de coches porque cualquier peligro evidente le parecía un peligro menor que vivir. Y vivieron, vaya si vivieron.