La voz de Mark Lanegan
Artículos de ocasión
En febrero de 2022 murió Mark Lanegan, uno de los músicos asociados con el esplendor de la música rock que protagonizó el noroeste norteamericano a comienzos de los años 1990 y que tuvo en Nirvana su máxima expresión. Me enteré de la muerte de Lanegan con meses de retraso. Sabía que había superado un coma por covid, durante la pandemia, y también que su supervivencia después de años enganchado a la heroína, el alcohol y la marihuana era casi un hito médico. Sin embargo, que la noticia me llegara con meses de retraso me indignó. Me hizo pensar, una vez más, que vivimos en un mundo absurdo, donde conocemos cada movimiento menor de la marquesa de Griñón, por ejemplo, pero se nos escatima tanto de interés que permanecemos en una zona de sombra, algo así como bajo un paraguas desinformado y cateto que acabará por condicionar nuestra supuesta inteligencia progresiva. Pese a que la muerte no tuvo unas causas conocidas, la biografía de Lanegan hace temer por un desgaste biológico natural. Hace poco se han publicado sus memorias traducidas, con el título de Cantar hacia atrás y llorar. No son un dechado de armonía y orden, tampoco de concisión y mesura, pero sí acaban por transparentar la condición de yonqui de un modo que pocas veces se conoce. La vida cotidiana consiste en buscar la dosis, superar las escaseces, engañar a todo el mundo, malvender las propiedades y fundirse el dinero ganado en cada concierto. La reiteración de estas desventuras hace del libro de Lanegan algo así como una versión cruda y sin altura literaria de la mejor novela de Edward Saint Aubyn.
Lo de menos es la vida cuando se posee la voz de Lanegan. Sus amigos, entre otros muchos apodos, lo llamaban Scratchy por la lija de su garganta rozada. Cuando lució más asombrosa, como en la mejor época de Tom Waits, fue cuando se asoció con la voz de Isobel Campbell en tres discos y varias colaboraciones y giras. La antigua miembro de Belle & Sebastien eligió el timbre de Lanegan para elevar sus dúos hasta lo hermoso por contraste. Y así el disco Hawk queda como una joya imperecedera. Tengo un recuerdo particular de Lanegan porque el azar dio con mis huesos en Portland a comienzos de septiembre de 2009. Era una noche de esas solitarias y desabridas en una capital de hierro, de clase obrera y sudor, que contiene todas las virtudes y defectos de Oregón. En un antiguo salón de baile construido en madera, amplio y sin el menor atisbo de decoración estudiada, pude verlo actuar con los Soulsavers, en un concierto que me resultó salvaalmas. Aquella voz desabrida y melancólica lo decía casi todo sin esfuerzo, era el Sinatra del fango, y cuando se movía por el escenario Lanegan parecía tener los pies sumergidos en chapapote.
Nunca he olvidado ese concierto como no se olvida la primera vez que escuchas algunas canciones. Casi nunca sucede en tus propias ciudades, porque ahí acudes a la cita musical con un plan establecido y, sobre todo, una casa a la que volver. Es cuando no tienes hogar ni destino cuando una pieza artística te conmueve, te vapulea, te reorienta. Así de triste es la vida, que necesita a veces golpear para ofrecer la mejor esencia. Lanegan no era ajeno a ese desastre. Por más que el azar le ofreció la amistad de Kurt Cobain o Courtney Love, a la que inyectó heroína en más de una ocasión, fue perdiendo los amigos hasta que logró abandonar las adicciones y reforzar el andamiaje de su destino. Un destino que, por desgracia, le acortó demasiado el tercer acto de su tragicomedia. No hay tanto dolor en la autodestrucción, pero como buen niño desgarrado por la relación con su madre, en cada interpretación de Lanegan quedó algo de despedida y mugrienta avenida solitaria. La voz, que es el instrumento más preciso y elocuente, le concedía una altura acorde con su porte, desgarbado pero poderoso y amenazante. En muchas ocasiones sus puños le salvaron la vida, pero finalmente fue la fina catástrofe de sus cuerdas vocales la que le garantizó la inmortalidad.
