Esta monja zen ha logrado que peregrinen hasta su templo budista de Corea gastrónomos y cocineros de todo el mundo. Todos quieren saber el secreto de su cocina total, capaz de unir de forma definitiva cuerpo y espíritu. Por Jeff Gordinier
«Mi patio de juegos», sentencia Jeong Kwan. Entramos en su jardín, que se encuentra dentro del recinto del templo Baegyangsa, al sur de Seúl.
Todo el mundillo gastronómico internacional habla de Kwan y hasta The New York Times alaba su cocina, pero ella es ante todo una monja budista zen. A los insectos que acuden a su huerto a darse un festín los recibe feliz. Los deja moverse a su antojo. «Por eso, el jardín tiene este aire tan descuidado». Y si un cerdo salvaje se come una calabaza, pues bueno… está bien. Ninguna valla protege su jardín, simplemente se confunde con el bosque.
La lluvia, el sol, las semillas y el tiempo son su única cuadrilla de trabajadores. «Deja que la naturaleza se haga cargo»
El monasterio es modesto. No parece que aquí nadie albergue la pretensión de transformar la manera de comer del mundo. Los 58 monjes se despiertan con el sonido del gong. A las tres de la mañana empiezan a entonar sus cantos mientras se inclinan a la luz de la Luna.

La cocina monacal coreana se elabora sin carne ni pescado ni lácteos ni ajo o cebolla (dos ingredientes que creen que estimulan la libido). Kwan cocina el arroz en hojas de loto
La cocina total, esa que cuida nuestra salud y nuestros sentidos, se basa en una conexión íntima del cocinero con las frutas y las verduras, con las hierbas y las habas, las setas y los cereales, así lo cree Kwan. Entre sus ingredientes y ella no debe haber distancia alguna. «Esa es la única manera de poder utilizar bien un pepinillo -explica-. El pepinillo se convierte en parte de mí. Y yo me convierto en parte del pepinillo. Es así porque lo he cultivado yo misma y le he dado mi energía». Para ella, la lluvia y el sol, el suelo y las semillas son su única cuadrilla de trabajadores. «Deja que la naturaleza se haga cargo», dice. Una afirmación que suena infinitamente sencilla y a la vez infinitamente profunda.

El edificio donde los monjes llevan a cabo su oración de la mañana. Antes de que en Occidente se hablara de slow food, en Corea ya tenían una cocina basada en lo que les ofrecía la tierra.
Esta filosofía une a Kwan con grandes estrellas de la alta cocina internacional. Con una diferencia: Kwan no tiene restaurante. Tampoco clientes. Ni escribe libros. No ha asistido a escuelas de restauración. Su nombre no aparece en los rankings que reúnen a los mejores cocineros del mundo, aunque muchos aseguran que podría formar parte de esa lista. Kwan es la revelación de la cocina monacal. Mucho antes de que apareciera en Occidente el concepto de slow food, generaciones de maestros anónimos crearon en santuarios como este una cocina basada en lo que les ofrecía la tierra. ¿Buscar ingredientes en la naturaleza? ¿Solo productos de temporada? ¿Recurrir a la fermentación? Todo esto ya formaba parte de su arte desde tiempos lejanos. A su lado, un chef moderno con estrella Michelin parece tan delicado como un punki entre cacerolas.
Su cocina se basa en el principio budista de la no vinculación. Jamás hay que desear el alimento. Solo se disfruta de él mientras se consume
La cocina monacal coreana se elabora sin carne ni pescado ni lácteos ni ajo o cebolla (dos componentes que se cree que estimulan la libido). Además, está profundamente enraizada en un principio que para un chef occidental carece de sentido. no hay que desearla.
Es el concepto budista de la no vinculación: se puede disfrutar la comida mientras se consume, pero no ceder al impulso de servirse un poco más cuando ya se está saciado. La comida se convierte en una fuente de claridad mental, en vía de iluminación.
Kwan cocina el arroz en hojas de loto. Ralla a mano las patatas para esa especie de panqueques suyos. Luego lo pone uno sobre otro. Entre ambas capas, otra de menta picada de su jardín. Cada vez que vamos a verla, nos ofrece tazones con todo tipo de cosas: un ponche de calabaza dulce adornado con arroz crujiente, o un increíblemente delicioso té de brotes de loto, bebida que, como alguien nos explica, simboliza el florecimiento de la iluminación budista.

En uno de los tejados del monasterio, la monja ha montado su despensa al aire libre, llena de tarros y cubas. En ella, ingredientes como la soja fermentan y maceran.
Al pasear por el monasterio, salta a la vista que Kwan cuenta con un ingrediente único: el tiempo. La monja se ha especializado en la combinación de ingredientes recién cogidos y la elaboración paciente. En uno de los tejados del monasterio se encuentra su despensa al aire libre, llena de tarros y cubas. Ingredientes como salsa de soja, doenjang (pasta de judías) y gochujang (pasta de chile) fermentan y maceran a cámara lenta. No a lo largo de días ni semanas, no: durante años.

Té de brotes de la flor de loto, que Kwan ofrece a veces a los visitantes. Simboliza el florecimiento de la iluminación budista.
Coge una cuchara y me ofrece una salsa de soja que lleva una década entera madurando. Kwan dice que posiblemente ya estuviera vinculada a la cocina antes de esta vida. Creció en una granja, y a los siete años hacía a mano los fideos. Cuando visitó por primera vez un templo budista, se sintió libre, dice, y a los diecisiete años dejó la granja para siempre. Dos años más tarde entró en la orden de las monjas zen. No tardó en darse cuenta de que estaba destinada a extender el dharma «comunicándome con los seres ‘sintientes’ a través de la alimentación», tarea que lleva a cabo para un público muy reducido. En Chunjinam solo meditan otras dos monjas. Y cocinan juntas; a veces, Kwan también cocina para los monjes o para los visitantes.

Raíz de loto en escabeche, trompeta de mar y rábano blanco. Jeong Kwan cree que en otra vida ya tuvo que ver con la cocina. Siente que está destinada a ello.
Todo encaja con el concepto zen de la vida: una de las mejores cocineras del mundo crea platos en silencio y soledad cogiendo hojas en un jardín remoto, a una distancia infinita de los egos de la alta gastronomía mundial. Pero Kwan sabe que la energía positiva siempre encuentra su senda para propagarse.
Un día, me lleva hasta un pequeño puente que cruza un riachuelo. Nos detenemos, y Kwan se lleva una mano a la oreja. Quiere que escuche el sonido del agua. Luego se ríe, señala el riachuelo y dice: «Orquesta», eso dice.
