Murió hace diez años y nació hace cien. Miguel Delibes, grande de la literatura española del siglo XX, sigue tan vivo en sus libros como en la memoria de su familia. La periodista Ángeles Corzo, nieta del escritor, bucea en sus recuerdos en este emotivo texto que sitúa al hombre a la altura del genio. Por Ángeles Corzo Delibes / Fotografías: Carlos Carrión, Antón Goiri y Fundación Miguel Delibes
A mi abuelo le debo muchas cosas, seguramente más de las que soy consciente. Una de ellas, la primera, es mi nombre.
Me llamo Ángeles, como mi abuela, a la que no pude conocer. Dicen que, cuando ella murió, mi abuelo se encerró en casa con las persianas bajadas y apenas salía a la calle. El día que nací, apareció en el hospital con la versión teatral de Cinco horas con Mario bajo el brazo, estaba dedicada: «A mis hijos Elisa y Pancho y a sus hijos Panchito y Can, este libro que nació el mismo día que mi nieta Ángeles». Mis padres, que acababan de saber el sexo del bebé y aún barajaban ilusionados todo tipo de nombres, tuvieron que ceder ante aquella inesperada presión.

El día que Ángeles nació, Delibes fue al hospital y entregó a sus padres esta versión teatral dedicada de ‘Cinco horas con Mario’. «A mis hijos Elisa y Pancho y a sus hijos Panchito y Can, este libro que nació el mismo día que mi nieta Ángeles». La niña aún no tenía nombre, pero sus padres aceptaron llamarla así. Como su abuela.
Las persianas se fueron abriendo al ritmo que nuevos nietos se iban sumando al clan (dieciocho en total). Es cierto que Miguel Delibes fue una persona con carácter difícil, introvertido y pesimista, pero también, aunque suene a tópico, fue un abuelo cariñoso a su modo, cercano, divertido, ocurrente y muy generoso.
Él estaba casi siempre en casa, escribiendo, abstraído en sus personajes. Cada mediodía, yo irrumpía en su despacho y le devolvía a la realidad. Comíamos juntos, con mis padres y mis hermanos, y entonces comentábamos todo lo que había ocurrido en el colegio, el mismo al que él había acudido de niño. «Abuelo, hoy un niño te ha pintado cuernos y bigote en el mural»; «abuelo, hoy han suspendido a mi amiga porque ha puesto en el examen que naciste en Calcuta, se confundió con Tagore». A él le divertían muchísimo estas anécdotas. Decía que iba a ir al colegio a pedir clemencia.

Miguel Delibes y su nieta Ángeles Corzo en 2006. Aquel año, el escritor recibió el Premio Vocento a los Valores Humanos y ella le hizo una entrevista de portada para ‘XLSemanal’. Fue la última que concedió en persona. Abuelo y nieta posaron juntos para la revista. A la derecha, Ángeles en la casa de su abuelo en Sedano, Burgos, hace unos días.
Todo discurría con normalidad hasta que llegaba la sobremesa, solo en aquel momento yo dejaba de ver al abuelo y aparecía ante mí el famoso escritor. Encendía un cigarrillo y abría el correo: mensajes de admiradores, regalos de lo más variados, dibujos y hasta alguna declaración de amor. Después de revisar la correspondencia, pasábamos a la firma de libros. Cada día llegaban a casa decenas de ellos; la mayoría, de desconocidos en busca de una dedicatoria. Me encantaba pasarle los libros uno a uno y leer en voz alta el papelito con el nombre del destinatario. Él, muy diligente, cambiaba el cigarrillo por la pluma y escribía con su preciosa y peculiar letra: «Para Juan, de su viejo amigo Miguel Delibes». «Para María, con afecto y amistad. Miguel Delibes». «Para Ana, con un fuerte abrazo. Miguel Delibes»…
El día que firmó como Cela
Un día, inexplicablemente, apareció en nuestra sobremesa un ejemplar de La colmena. Yo entregué el libro a mi abuelo, leí en alto el papelito que lo acompañaba: «Para Pedro» y, consciente de que ese libro no lo había escrito él, esperé el fatal desenlace. Él, decidido, sin cambiar el gesto, escribió: «Para mi gran amigo Pedro. Que disfrutes con la lectura. Con afecto, Camilo José Cela». Lo dejó a un lado y, sin más, siguió la ronda de dedicatorias. Ese era su particular y genial sentido del humor.
«Reía discretamente cuando nadie lo hacía. ¿De qué? Nunca se lo pregunté, supongo que de sí mismo»
Muchos me preguntan si de pequeña me contaba cuentos y no, a mí nunca me contó cuentos, pero sí me regaló muchos. Solía acompañarme cuando estaba enferma y mis padres trabajaban. Salía de su despacho, de su abstracción, y aparecía en mi habitación cargado de libros, casi todos de la editorial infantil Miñón (de los mismos dueños que El Norte de Castilla). Aún recuerdo algún título: Coleta la poeta, de Gloria Fuertes; Oliver Button es una nena, una suerte de Billy Elliot de los ochenta; o Los tres bandidos, hoy editado por Kalandraka

A la izquierda, Miguel Delibes con sus nietos Manuel y Ángeles en Sedano (Burgos) El escritor tenía allí una pequeña cabaña de madera donde posó con su nieta en 2006 para ‘XLSemanal’. A la derecha con sus nietas Ángeles Corzo Delibes y Clara Delibes Lorente en su casa de la calle Dos de Mayo, de Valladolid. Foto: Fundación Miguel Delibes AMD 123.14
Mi primer contacto con sus novelas fue a los 7 años. Destino acababa de publicar Mi querida bicicleta (1988) y en una de sus páginas me mencionaba: «Mi nieto Jaime (3 años) salió pedaleando un día por la carretera tras su prima Ángeles, que ya sabía montar, y tuvimos que rescatarlos con coche, a tres kilómetros del pueblo». Leí esas dos frases más de mil veces. El pueblo era Sedano (Burgos), donde Jaime y yo seguimos pedaleando cada verano.
«Nunca me contó cuentos, pero me regaló muchos. Solía acompañarme cuando estaba enferma y mis padres trabajaban»
A los 10 años leí El camino y no supe apreciarlo. Pasaba las páginas rápido deseando que Daniel el Mochuelo se despidiera de su vida en el campo y llegara por fin a la ciudad. Terminé el libro desesperada, más de 200 páginas y el protagonista no había salido del pueblo. Mi decepción era tal que sugerí a mi abuelo que escribiera una segunda parte sobre las andanzas de Daniel en el internado de la ciudad. Él reía diciendo: «Pero si Daniel se va, qué será de la Uca Uca».
La primera vez que acompañé a mi abuelo al teatro fue a mediados de los noventa a ver Cinco horas con Mario. En aquella época, aún no había teléfonos móviles que desviaran la atención. Lola Herrera, ella sola, llenaba el escenario del Teatro Zorrilla. El público, paralizado, parecía estar hipnotizado. Todos menos mi abuelo, que en varias ocasiones se reía discretamente cuando nadie lo hacía. Él ya había visto la obra varias veces; sin embargo, seguía disfrutando como la primera vez. ¿De qué reía? Nunca se lo pregunté, supongo que de sí mismo.
Hace unos meses asistí al estreno de la adaptación teatral de Señora de rojo sobre fondo gris. José Sacristán, también él solo, llenaba el escenario. Era la segunda vez que veía a un público tan fascinado, hipnotizados todos, yo más que ninguno, lloré cuando nadie lo hacía.

Ángeles de Castro y Miguel Delibes en 1945, un año antes de su boda. En 1991, él publicó ‘Señora de rojo sobre fondo gris’, una evocación de su esposa 17 años después de su muerte.
Señora de rojo sobre fondo gris (1991) es la novela más íntima y personal de mi abuelo, también es mi preferida. Un homenaje a mi abuela 17 años después de su muerte. Recuerdo la sorpresa de toda la familia cuando se publicó, las lágrimas de mi madre al leerla, las llamadas a casa de los periodistas. Yo había vivido ya la publicación de muchos otros libros, pero esta fue especial, su dedicatoria también. En 1998: «A mis hijos Elisa y Pancho y a sus hijos, este primer ejemplar de un libro tan nuestro. Con un fuerte abrazo, Miguel». Y en 2008 a mí sola: «Que seas tan feliz como la mujer de rojo, pero más tiempo. Te quiere, Miguel».
El discurso más hermoso
La fugacidad de la vida le obsesionó siempre. La primera vez que fui consciente de ello fue en 1994 durante la ceremonia de entrega del Premio Cervantes. En el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares descubrí al escritor pesimista y desesperanzado del que la gente hablaba. Su discurso, «el más hermoso jamás pronunciado», según el diario El País, y según yo misma, nos conmovió a todos: «… Hay personas que no comprenden que yo sienta al recibir este Premio Cervantes por ‘una vida entregada’ a la literatura un poso de melancolía […]. He visto crecer a mi alrededor seres como el Mochuelo, Lorenzo el cazador, el viejo Eloy, el Nini, el señor Cayo, el Azarías, Pacífico Pérez, Gervasio García de la Lastra, seres que ‘eran yo’ en diferentes coyunturas. Nada tan absorbente como la gestación de estos personajes. Ellos iban redondeando sus vidas a costa de la mía. Ellos eran los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo […]. Hasta que un buen día, al levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo, me di cuenta de que era un viejo. En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían sorbido poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada y una apariencia de vida […]. ¿Cómo no sentir en este momento un poso de melancolía? Los amigos me dicen con la mejor voluntad: ‘Que conserve usted la cabeza muchos años’. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? […]. Antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más». Conservó su cabeza privilegiada unos años más, los suficientes como para escribir El hereje (1998), su novela más compleja y trabajada. Después de El hereje enfermó y nunca se recuperó del todo. Fue consciente de su lento deterioro, físico y mental, y capaz de frenar al borde del abismo.

El escritor con sus 18 nietos el día en que cumplió 80 años.
Su sentido del humor, hasta el fin
Él y todos supimos que no habría más libros, que «el arco que se abrió en 1948 al obtener el Premio Nadal» se cerraba definitivamente. Su carácter empeoró, las persianas volvieron a cerrarse, mi madre nunca se separó de él. Incondicionales fueron también las cartas y libros de sus admiradores, que salvaban las sobremesas y nos devolvían al famoso escritor un ratito cada día.
«Fue consciente de su lento deterioro, físico y mental, y capaz de frenar al borde del abismo. Él y todos supimos que no habría más libros»
En 2008, con 25 años, me fui a estudiar fuera. Cuando volví en Navidad, le pedí a mi abuelo que le dedicara un libro a un nuevo amigo llamado Mario, él escogió Cinco horas con Mario y escribió: «Sospecho, querido Mario, que vamos a estar juntos más de cinco horas y lo único que te deseo es que lo pases bien con la lectura. Un abrazo. Miguel Delibes». «Pero, abuelo, si solo he dicho amigo», le indiqué. Él me entregó el libro y siguió, sin más, la ronda de dedicatorias. Ya estaba muy enfermo y su cabeza no era la misma, pero su particular sentido del humor afloraba con la genialidad de siempre.

En 2008 le escribió esta dedicatoria a su nieta: «Que seas tan feliz como la mujer de rojo, pero más tiempo. Te quiere, Miguel».
Murió un año y medio después. Yo estaba embarazada de mi primer hijo. Iba a ser Mario, como su padre. Es Miguel. Este 12 de marzo se cumplen 10 años del fallecimiento de mi abuelo. Me enteré de su muerte a las siete de la mañana en el taxi que me llevaba al aeropuerto, intentando llegar a despedirme. No fue posible. Conservo, sin embargo, Los santos inocentes, el último libro que me dedicó con trazo ya tembloroso: «¡Feliz vida, Ángeles! Te quiere, el abuelo».
Portada para el reportaje XLSemanal del 15 de octubre de 2006, con Delibes y su nieta sentados en el mismo banco de Sedano (Burgos) en el que hoy ella ha vuelto a posar
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