Ha asesorado al gobierno de Canarias durante la pandemia y forma parte de un grupo multidisciplinar de expertos del Ministerio de Ciencia e Innovación. Beatriz González López-Valcárcel es catedrática de la Universidad de las Palmas de Gran Canaria e investigadora en Economía de la Salud. Por Ixone Díaz Landaluce/ Foto: Diego Calvi
XLSemanal. ¿Por qué decidió firmar la carta publicada en ‘The Lancet’?
Beatriz González López-Valcárcel. Me costó dos segundos decidirme. Las evaluaciones siempre son necesarias, pero en este caso más. Desde el inicio fue evidente para mí que España tenía un problema especial: los miles de muertes en residencias, las cifras de contagios… Está claro que otros países estaban mejor preparados. Por ejemplo, Canadá.
XL. ¿Qué hicieron bien ellos?
B.G. En 2003 sufrieron el SARS1 y aprendieron. Su sistema de salud pública cambió de manera radical. Igual que en otros países del sudeste asiático.
XL. Aquí no teníamos esa conciencia colectiva entrenada.
B.G. Claro. Con los datos que llegaban de China en febrero, no parecía una enfermedad ni tan letal ni tan contagiosa. Parecía una gripe fuerte. Las hormiguitas, como Alemania, se habían pertrechado de EPI y kits diagnósticos. Nosotros no.
XL. ¿Y por qué no?
B.G. Solo unos meses antes se había tenido que destruir todo el Tamiflú que no se utilizó en la gripe aviar y que estaba en un almacén del Ejército. Además, si a finales de febrero el Gobierno nos hubiera dicho que nos teníamos que meter en casa, los demás partidos no lo hubieran aceptado y la población tampoco. No se trata de evaluar a los gobiernos como si fuera un examen. Además, las causas de nuestro desastre también están en nosotros, los ciudadanos.
XL. Eso dicen muchos políticos. ¿Están escurriendo el bulto?
B.G. Aquí se aplica eso de «entre todas la mataron y ella sola se murió». Hay ayuntamientos que por buenismo no ponen multas a los vecinos que pasado mañana los van a votar. Y juegan a eso. Pero no hay duda de que los ciudadanos tenemos parte de culpa.
«Parecía una gripe fuerte. Las hormiguitas, como Alemania, se pertrecharon de EPI y kits diagnósticos. Pero nosotros no»
XL. Mencionaba las residencias. ¿Cuál es el problema estructural?
B.G. La situación de las residencias es el efecto de una ley de dependencia que se aprobó con mucha ilusión, pero poco presupuesto. Tienen una baja financiación y funcionan de forma desprofesionalizada. Y por eso un solo caso se convertía en un reguero de pólvora entre una población muy vulnerable.
XL. Llevamos seis meses oyendo que las decisiones se toman con criterios técnicos, pero la carta denuncia «la baja dependencia del asesoramiento científico». ¿Los políticos los escuchan?
B.G. Yo confío en que sí. Si no, vaya desastre. La relación entre ciencia y política ha cambiado durante la pandemia. También te digo que no me gustaría estar en la piel de los políticos. Dar consejos es mucho más fácil que tener responsabilidad sobre las decisiones.
XL. La disparidad de criterios técnicos ha sido un problema añadido. Por cada estudio o experto había otro que decía justo lo contrario.
B.G. Se han publicado muchos artículos antes de pasar el filtro de la revisión por pares. Eso tiene la ventaja de la inmediatez, pero la desventaja de que a veces hay fallos de método o datos y el resultado no es válido. Pasó, por ejemplo, con la hidroxicloroquina. Los científicos también tienen su ego y existe una especie de carrera por tener tu ‘momento COVID’ y destacar. Y eso es malo. También ocurrió con los casos clínicos. Al inicio se publicaban artículos sobre tratamientos con todo lo que había disponible: remdesivir, interferones… Aquello era un disparate.
«Las comunidades son muy celosas de sus datos. Son como un búnker: evitan que sus datos se comparen con los de las demás»
XL. ¿El Ministerio de Sanidad debe dejar de ser una cáscara vacía?
B.G. Un ministerio con más competencias y más recursos es necesario. Esa es una lección de la COVID. También estoy convencida de que recentralizar el mando durante el estado de alarma fue una buena decisión. Si no, el número disparatado de muertos que tenemos habría sido muchísimo peor. Ahora hay voces que quieren recentralizar la sanidad. Yo creo que no. Un sistema descentralizado permite tomar decisiones a nivel local, pero hace falta una coordinación transversal.
XL. La gestión de los datos también ha sido un problema. ¿Cómo se explica esto en 2020?
B.G. Obviamente, no es un problema técnico. Las comunidades son muy celosas de sus datos. Es como un búnker: si mis datos no son homogéneos con los de los demás, así no me pueden comparar. Paradójicamente, la gran ventaja del sistema descentralizado es la riqueza de las experiencias, pero, al no tener datos homogéneos y comparables, esa ventaja deja de existir. Montar un sistema de datos transparente y útil es uno de los grandes retos.
XL. Como experta en economía de la salud, ¿hemos pagado ahora los recortes de la crisis?
B.G. Es posible, pero no puedo afirmarlo de forma contundente. Ya habíamos recuperado los niveles de gasto sanitario precrisis. Hay otro fenómeno importante: el impresionante crecimiento de la red privada, tanto por el número de nuevas pólizas como el de médicos, que en algunas especialidades ha crecido un 40 por ciento. Esto tiene que ver con la desazón de los profesionales, que se consideran maltratados y mal remunerados. Pero también indica una desafección social por el sistema de todos. Ese es el telón de fondo de la COVID. A lo mejor, la crisis no tuvo un impacto tan directo por los recortes, sino por las transformaciones indirectas suscitadas por esos recortes.
XL. Recientemente, el doctor Cavadas, que también ha pedido una auditoría externa, cuestionaba que la crisis sanitaria fuera prioritaria frente a la económica. ¿Qué opina?
B.G. Si no somos capaces de controlar la trasmisión y llegamos a una crisis económica con altos niveles de empobrecimiento, eso acabará afectando más a la salud que la COVID.
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