Una lectora nos mandaba esta carta a la sección El bloc del cartero de Lorenzo Silva
La cuarentena me cogió en otra ciudad. Podría haber vuelto, pero estar en casa con discusiones diarias con la familia no era un plan. Yo disfrutaba de privacidad e Internet, creyendo que todo pasaría pronto. Al decretar el estado de alarma, habían ingresado a mi abuela en una residencia. Sus cuidadoras habían volado y mi madre, asfixiada de trabajo, tras años de abnegación, entendió que sola no podría. Yo no llamé a mi abuela, tal vez porque me dolería escuchar que no quería estar allí. Por entonces, el padre de una buena amiga enfermó de coronavirus y nos lo comunicó por WhatsApp. Una mañana devolví una perdida a mi madre y me dijo que la abuela había muerto. Allí, en la residencia. Sola. Poco después, el padre de mi amiga también murió. Al saberlo, pasé dos horas mirando la pantalla en negro del móvil. ¿Qué se dice? Hacía poco yo misma recibía condolencias y sabía que apenas ayudan. Envié un triste WhatsApp, segura de que quedaríamos y la abrazaría. Volví hace tres meses y aún no me atrevo a mirarla a los ojos. Fui de quienes tacharon esto de una gripe más. Tampoco he estado aún ante la tumba de mi abuela. Siento vergüenza, y ni cien féretros ajenos me habrían abierto los ojos cuando ni ponía las noticias.
Angélica Yuste Mascarós, Valencia
