Un lector nos mandaba esta carta a la sección El bloc del cartero de ‘XLSemanal’
Ahora, observando todos los movimientos y la gran operación mundial para hacer llegar a todos la vacuna del coronavirus, he recordado mi primera vacuna. La de la viruela. Tenía 7 años y vivíamos en una aldea del interior de Orense. Para llegar a ella, tras un viaje en autobús, teníamos una larga caminata por sendas con barro y piedras. Mi padre ejercía allí de maestro. Un día, en la escuela, nos puso a todos en fila y uno tras otro llegábamos hasta su mesa con un brazo descubierto, él desinfectaba con alcohol una zona del mismo, para después con una especie de plumilla que impregnaba en un frasquito hacernos una incisión en el brazo. Ninguna queja y cada uno volvíamos a nuestro sitio en silencio. Luego, la costra y la marca para toda la vida. En aquel pueblo no había luz eléctrica, no había médico, no había botica. El maestro era el que tenía un remedio para un dolor, el que ponía las inyecciones que recetaba el médico rural. Era el que medía las fincas, hacía documentos de compraventa, redactaba un testamento o ayudaba al que le pedía un consejo. Un hombre querido y respetado. El que nos puso la primera vacuna a muchos, que ahora ya ancianos esperamos la que quizá sea la última. Mientras, mi corazón está en Boston junto con mis hijos y nietas, viviendo en la lejanía el gran esfuerzo y los días de 18 horas de trabajo, sin festivos ni vacaciones, que el padre de mis nietas junto con sus compañeros han llevado a cabo para sacar una vacuna. Gracias por vuestro esfuerzo. Vosotros en este nuevo tiempo sois grandes, como lo fue mi padre hace un montón de años en su humildad.
Olga González RodrÍguez, Riaza (Segovia)
Por qué la he premiado… Por la oportuna mirada a unos tiempos, no tan lejanos, en los que vivíamos aún más indefensos.